“Hijas mías, no temáis, esto es un momento y el cielo es para siempre”
(Inscripción en el marco del icono)
María Teresa Ferragud Roig nació el 14 de enero de 1853, en la ciudad de Algemesí (Valencia). Se casó con Vicente Silverio el 23 de noviembre de 1872, dos meses antes de cumplir los 20 años. Tuvieron nueve hijos: la mayor, María Teresa, monja de clausura, murió en 1927; las dos que vinieron después murieron en la infancia; las cuatro hijas siguientes fueron monjas de clausura, tres en el monasterio de Agullent (Valencia), María Jesús, Verónica y Felicidad, y una en el monasterio de Benigánim (Valencia), Josefa; una se casó, Purificación, y el único hijo varón fue fraile capuchino, fray Serafín.
María Teresa enviudó en 1916. En 1936, habiendo tenido que abandonar sus conventos por la persecución religiosa, las cuatro hijas religiosas se establecieron en su hogar familiar. Allí fueron arrestadas, junto a su madre, que quiso, voluntariamente, acompañarlas en todo momento, hasta el momento del martirio, animándolas a permanecer fieles a su Esposo. La madre quiso morir la última, siendo testigo del martirio de sus hijas con admirable fortaleza.
Este icono ha sido pintado en oración, siguiendo la tradición con la técnica del temple al huevo y pigmentos naturales, dorado con oro de 22 quilates. Pieza única n. 294·24.
San Juan Pablo II, en su “Carta a los artistas” de 1999 (en el n. 8) habla así del icono:
En Oriente continuó floreciendo “el arte de los iconos”, vinculado a significativos cánones teológicos y estéticos y apoyado en la convicción de que, en cierto sentido, “el icono es un sacramento”. En efecto, de forma análoga a lo que sucede en los sacramentos, hace presente el misterio de la Encarnación en uno u otro de sus aspectos.
Se puede entender así, en analogía con los sacramentos, que el icono hace presente la persona representada. El monje A. Franquesa lo explica llamándolo “anámnesis”, que nos hace entrar en contacto con la persona recordada, una memoria eficaz, que produce de algún modo la presencia de aquel que es recordado.
Esta es la intención de este icono, hacer presente en nuestras vidas el ejemplo e intercesión de esta familia santa.
También san Juan Pablo II hace presente el término “tradición”, en la Carta Apostólica “Duodecimum Saeculum” de 1987 (en el n. 12):
Nuestra más auténtica tradición, que compartimos plenamente con nuestros hermanos ortodoxos, ciertamente nos enseña que el lenguaje de la belleza, puesto al servicio de la fe, puede tocar el corazón de los hombres y hacerles conocer, interiormente, a Aquel que nosotros nos atrevemos a representar en imágenes, Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, «el mismo, ayer y hoy, y por todos los siglos» (Hb 13,8).
Si nos detenemos en estas palabras vemos que estamos hablando de un arte también católico, que nuestros hermanos ortodoxos han sabido preservar. Por eso tantas veces vamos a mirar sus iconos, sus escritos, su tradición, y nos apoyamos en ella, ya que la hemos compartido en el tiempo en el que esta teología de la imagen se formaba.
El iconógrafo se pone al servicio de la Iglesia, más allá de la inspiración y del carácter artístico de la obra, también presentes en alguna medida en el icono. Se apoya plenamente en un canon establecido a través de los concilios y la tradición de la Iglesia, pintando una imagen que es teofanía en colores, no para representar el mundo visible de una manera realista, sino para mostrar una imagen transfigurada, que presenta la gloria de Dios, un acceso al misterio de lo invisible, hecho visible a partir de la Encarnación.
Por esto en el icono no nos encontramos frente a una representación fotográfica o demasiado realista, porque pretende el encuentro, un encuentro que va más allá de la visión de este mundo pasajero, un encuentro que es una llamada al cielo.
La imagen general de este icono está basada en los modelos de los iconos de santa Sofía, cuyas hijas Fe, Esperanza y Caridad, también fueron martirizadas. En ellos vemos la figura superior de la madre y debajo de ella, cada una de las hijas.
En nuestro icono, María Teresa muestra la cruz a sus hijas, señalando el camino para llegar al cielo, tal y como hizo en el martirio, animando a sus hijas a entregar la vida. Viste ropa sencilla y austera, con colores sobrios. Por orden, de izquierda a derecha, vemos a sor Felicidad, sor Verónica y sor María Jesús, con el hábito capuchino. En una mano sostienen la palma de la victoria y la otra mano la muestran, como signo de haber confesado la fe. También hace este mismo gesto sor Josefa, la primera por la derecha, que se distingue por vestir el hábito agustino.
El icono ha sido pintado de la oscuridad a la luz. Siguiendo esta tradición se pintan los fondos de colores más oscuros y poco a poco se añaden líneas de luz y veladuras que forman los volúmenes y las formas. Esta técnica dista de los claroscuros y difuminados clásicos, para reflejar mejor la luz del Espíritu Santo que emana de dentro. No encontramos por ello un foco o luz dirigida desde el exterior en todo el icono. La pintura se termina en trazos vivos, finas líneas claras que recubren los rostros. Los trajes han sido pintados también con esta técnica. De manera profundamente lógica, sus hábitos se han convertido -a través de la severidad de las formas, a menudo geométricas, y de las luces, en líneas y pliegues- en una vestimenta gloriosa de incorrupción. Nos recuerdan que todo está renovado y ordenado en el cielo.
La expresión de cada uno de los rostros en el icono es contemplativa. Los colores y formas se han desvestido de la edad o imperfecciones para vestirse de la belleza física que es la pureza espiritual. El icono refleja la semejanza divina que adquiere el hombre que imita a Cristo, la comunión entre lo espiritual y terrenal.
El cielo se abre a la derecha del icono, para derramar su gracia. La mano de Cristo bendice a las mártires, con un gesto trinitario. También las tres estrellas lo expresan.
El fondo dorado rompe la profundidad del icono, haciendo que éste sea una palabra para todo lugar y para todo tiempo. De igual manera, rompe la distancia entre las mártires y el espectador. Invita a la contemplación: Dios se une al corazón que ora, suprimiendo la distancia entre éste y la pintura.
Débora Martínez Muñoz
Nicosia (Chipre), 4 de septiembre 2024